“Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado” (Hélène Cisoux, 'La llegada a la escritura', fragmento).

sábado, 25 de junio de 2011

CLARICE LISPECTOR



(...) nací para escribir. La palabra es mi dominio sobre el mundo. Tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente. Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué, fue esta la que seguí.
Tal vez porque para las otras vocaciones necesitaría un largo aprendizaje, mientras que para escribir el aprendizaje es la propia vida viviéndose en nosotros y nuestro alrededor. Es que no sé estudiar. Y, para escribir, el único estudio es justamente escribir. Me adiestré desde los siete años para tener un día la lengua en mi poder. Y no obstante, cada vez que voy a escribir, es como si fuera la primera vez. Cada libro mío es un estreno penoso y feliz. Esa capacidad de renovarme toda, a medida que el tiempo pasa, es lo que yo llamo vivir y escribir.

martes, 21 de junio de 2011

Poema Cuarteto De Pompeya de Fabio Morábito

I
Nos desnudamos tanto
hasta perder el sexo
debajo de la cama,
nos desnudamos tanto
que las moscas juraban
que habíamos muerto.
Te desnudé por dentro,
te desquicié tan hondo
que se extravió mi orgasmo.
Nos desnudamos tanto
que olíamos a quemado,
que cien veces la lava
volvió para escondernos.
II
Me hiciste tanto daño
con tu boca, tus dedos,
me hacías saltar tan alto
que yo era tu estandarte
aunque no hubiera viento.
Me desnudaste tanto
que pronuncie mi nombre
y me dolió la lengua,
los años me dolieron.
Nos desnudamos tanto
que los dioses temblaron,
que cien veces mandaron
las lavas a escondernos.
III
Te frotabas tan rápido
los senos que dos veces
caí en sus remolinos,
movías el culo lento,
en alto, para arrearme
a su negra emboscada,
su mediodía perenne.
Abrías tanto su historia,
gritaba su naufragio…
Nos denudamos tanto
que nonos conocíamos,
que los dioses mandaron
la lava a reinventarnos.
IV
Te desmentí de cabo
a rabo devolviéndote
a tus primeros actos,
te escudriñé profundo
hasta escuchar la historia
amarga de tu cuerpo,
pues sólo el amor sabe
cómo llegar tan hondo
sin molestar la sangre.
Esa noche la lava
mudó si paisaje en piedra.
Tú y yo fuimos lo único
que se murió de veras.
_______________________________
En Pompeya, entre otros cuerpos petrificados
por las lavas y cenizas de la erupción del
Vesubio (año 79), se conservan los de un
hombre y una mujer en el acto amoroso.

jueves, 16 de junio de 2011

HUMILLAR

Sección Un diccionario anti-coyuntural / por Carlos Skliar  

7ma Entrega: humillar
Parecida al desprecio, ‘humillación’ es una palabra aún más violenta. Roedora de almas y de ánimos. Doblada sobre sí misma, da señales de someterse a otras palabras tales como ‘poder’ o ‘dominación’. Deja marcas indelebles en todo el cuerpo. Quien la recibe, demora demasiado tiempo en reaccionar. Quien la pronuncia, sabe lo que está haciendo. Un ser que se cree curiosamente iluminado, golpea con toda su sombra a otro ser que es visto como sin luz. A eso llamaremos vejación, ofensa, muerte. No ‘humillarás’ jamás ha ascendido a la categoría de mandamiento.
Hay quienes han perdido decididamente su vocación (palabra que, lo sé, no hace demasiada gracia y parece pronunciada desde otras épocas). O su decisión. Contrariado su deseo. Su intimidad. La palabra por la cual fueron acogidos en el mundo. Me refiero al desertar de la voluntad de enseñar. De educar. De ese ‘dar lo que se tiene e, incluso, lo que no se tiene’, o bien: ‘dar lo que se sabe e, incluso, lo que no se sabe’. La pasión (palabra que cuando se junta con ‘educación’, también lo sé, parece una abreviatura de ese artificio que es el ‘amor hacia los niños’) se ha diluido en la profesión.
¿Qué habría o que hay un educador? No interrogo acerca de qué es un educador, para que no vengan hacia mí las infinitas definiciones más o menos conocidas, más o menos ajustadas. Pregunto: ¿En el educar no habría una suerte de preservación del mundo al interior de un gesto pequeño de amorosidad? ¿Una forma de hacerse presente al momento de decir algo, escribir algo, leer algo, aún cuando ese ‘algo’ sea intercambiable y cambie con los tiempos? ¿No hay en el educar, acaso, una hospitalidad consistente en acompañar, habilitar, dar paso, recibir, atender, escuchar? ¿No hay una primerísima y siempre presente decisión de afirmar la vida?
Las imposiciones y los excesos de técnicas y pericias no cambian en nada el dolor por las preguntas anteriores. Simplemente las han borrado, las han vuelto inexistentes, inútiles. Como si fuera posible responder a una pregunta que ya no está, que se detuvo en la nostalgia. O que cuando está se vuelve rápido latiguillo de una política antagonista. Prueba irrefutable de ello está en el curioso y cada vez más trágico transformismo de la palabra ‘educar’ por ‘humillar’.
Sin embargo, no es a los educadores sino a los humilladores a quienes se dirige este texto. A los que denigran a los demás. Por momentos o durante todo el tiempo, incluso durante el sueño. En algo en particular, o en todas las cosas. A los que humillan amparándose en un sistema anónimo sobre el cual siempre exponen su nombre.  A aquellos que miran pero no te miran. En vez de eso indican con los ojos cansados el preclaro camino a seguir. Insisten con el recorrido y con la imperiosa necesidad del ser siempre-aprendiz, siempre-alumno. Hablan pero en un lenguaje ahogado hacia dentro. Desgarrándose el sí mismo. Y no se quieren dar cuenta. En nombre de lo real o de lo moral o de lo normal o de lo ideal o de la razón de la época, te obligan a cobijarte bajo su corto manto. Te adulan para que los adules. Suben lo más alto posible del sí mismo para que siempre los mires hacia arriba y duela la nuca y duela la edad y duela la timidez y duela la intimidad. No afirman, conceden. No te dan, firman con una escritura ya deteriorada por su mísera repetición. A veces te ponen la mano en el hombro para darte consejos que no provienen de ellos sino de una especie de humanidad global ignota. Hablan por tu bien, por tu futuro, para que seas lo que hay que ser-hacer. Remiten a su propio tiempo joven como emblema de su voluntad, y resguardan su presente como testimonio de impúdica felicidad. Te hacen escribir mucho lo que no deseas escribir, te hacen leer menos de lo que quisieras, te hacen filmar, grabar, entrevistar, auditar, escrutar, evaluar, etiquetar, informar, conceptualizar. Te hacen publicar. Pero tu nombre estará en segunda fila o siempre debajo, debajo de debajo. Te hacen sentir que uno es nota de pié página en tamaño imperceptible. Te escuchan sólo cuando están hablando. No conversan, porque el guión de la obra está escrito de antemano. Te hacen sentir equivocado, pequeñísimo, incapaz, ignorante, eterno discípulo, errático. Y también, enseguida después, te hacen sentir ingrato, perverso, olvidadizo, descuidado, desertor, infiel. Te enseñan a  odiar las enseñanzas. Creen que lo que se enseña es lo que se aprende y que ello ocurre en el mismo momento. Te intimidan con la intimación a continuarlos. Nunca se sabe si habrá que estar demasiado cerca o demasiado lejos. Logran que la duda se vuelva contra uno mismo. El camino que te muestran es un camino ya ocupado por ellos mismos. Abruman con estatutos, decretos, reglamentos, pactos. Te incluyen en grupos, centros, foros, cenáculos, redes, seminarios, congresos. Y te dejan conectando cables y teclados, luces y presentaciones, para que todo salga bien. Cuentan contigo para sentirse acompañados, pero es una compañía provisoria y descartable.
No educan, humillan. Y, como bien se sabe, de la humillación, como del dolor, nada parece aprenderse. Y, aún peor: es muy posible que el humillado tome su revancha un poco después. Y humille, otra vez, siempre hacia abajo. Y ahora es otro quien mira, pero no te mire; habla pero no te habla; enseña, pero te destituye de la posibilidad de vivir.
En la humillación o se sobrevive como Narciso, despreciando y aborreciendo a todos los que te siguen y te aman desesperadamente, dejando atrás una estela indigna de apasionados moribundos; o mal se sobrevive como Eco, languideciendo de amor y siendo incapaz de utilizar la propia voz “(…) excepto para repetir tontamente la de otra persona”. [1]
Humillar quiere decir matar, casi con los mismos medios que el de las manos asfixiantes sobre el cuello. Aunque luego digan que no fueron ellos. Sino tu propia incapacidad. Tu infinita pequeñez. Tu propia soga.

HUMILLAR (1):
(Del lat. humiliāre). Inclinar o doblar una parte del cuerpo, como la cabeza o la rodilla, especialmente en señal de sumisión y acatamiento. Abatir el orgullo y altivez de alguien. Herir el amor propio o la dignidad de alguien. Taurom. Dicho de un toro: bajar la cabeza para embestir, o como precaución defensiva. Hacer actos de humildad. Dicho de una persona: pasar por una situación en la que su dignidad sufra algún menoscabo. Arrodillarse o hacer adoración.
HUMILLAR (2):
“Desde sus orígenes, el pedagogo guiaba a los niños, les transmitía, pasaba, sus saberes para poder posteriormente andar por su cuenta. Podríamos pensar en la idea de iluminar a los sin luces (a-lummus: alumno). Y en esta concepción cobra sentido la idea del pedaje como peaje, derecho de tránsito. Pasar, implica entonces un pago. Sea en forma de padecimiento, de agradecimiento, al que permitió dicho pasaje, o de reconocimiento de una relación de necesariedad” (Laura Duschatzsky, ‘Una cita con maestros. Los enigmas del encuentro con discípulos y aprendices’).
HUMILLAR (3):
“En tus manos todo lo que has perdido,
todo lo que has tocado.
En un rincón de tu cabeza
cada promesa y
cada promesa rota. En tu piel,
cada vez que fuiste rechazado,
cada vez que fuiste aceptado (…)”.

(Anne Michaels, ‘Buceadores de la piel’).


[1] Robert Graves. Los mitos griegos. Ob. Cit., pág. 94.

martes, 14 de junio de 2011

Chantal Maillard


La mirada ajena, generalmente, me produce malestar, incluso miedo. A la de los seres humanos me refiero, la de los animales es inocente. Y es que miramos juzgando. Cuando era niña acostumbraba a quedarme mirando a las personas, en los tranvías por ejemplo; no miraba exactamente, sino que participaba de aquello que miraba. Me introducí ...a en quienes tenía delante, vivía en ellos. Sin ser conciente de ello, por supuesto, simplemente me ausentaba de mí. Era una mirada inocente. Una mirada sin sujeto y sin objeto. Casi no era mirada. El juicio, en cambio, es el principio de las diferencias. La mirada que enjuicia compara, elabora, crea al otro. No me gusta sentirme otra: el otro siempre está sólo. (Chantal Maillard)

sábado, 4 de junio de 2011

Anoche soñé que te amaba (Claudia Montero - 2011)


Anoche soñé que te amaba en una vieja barcaza de madera azul y verde anclada a orillas de un río.
Los encuentros, como en una insuperable película antigua en blanco y negro, incluían un extraordinario coñac, un  mejor libro para compartir, la música conmovedora de tambores y armónicas, ensambladas y reproducidas por un pasado de moda reproductor de cassettes.
Nuestros cuerpos descubriéndose entre vaivenes ondulantes, palabras, olor a madera y a coñac. Acorralados además por la suavidad deliciosa de una canción.
Desperté…
Sigo amando la barcaza de madera azul y verde anclada a orillas del río.

ECLIPSE DE SOL - El Kortxo

MATT STUART

miércoles, 1 de junio de 2011

Silencio

Por Clarice Lispector

Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.

¿Solo transitar entre tus voces?


Me supones frágil, me piensas efímero, fugaz.
Resuelves con tus voces negarme.
Dispones en tu hacer una realidad para mí.
Un escenario donde mi presencia es impuesta
 y mi existencia cuestionada.
Presumes de tus dones.
Transitas por mi mundo afectándome
sin siquiera sospecharlo.
Intento conmoverte pero no lo adviertes.
Pretendo manifestarme, Ser,
Y solo conquisto tu frustración
y tu tranquilidad al especular
que no me parezco a ti.
¡Qué ingenuidad la mía al pensar
que mi esencia podía provocarte,
sacudirte!
Con tu indiferencia, ambos hemos fracasado
en la esperanza de humanizar la vida.

Claudia Montero 2011

EL DOLOR

“Precisamente porque ha habido sufrimiento es necesario afirmar la vida y decirle sí. El problema humano por definición es el del sufrimiento. En él, en el dolor a menudo incomprensible y atroz, se nos da la medida y la magnitud de la existencia humana y la posibilidad de nuestro consentimiento a ella. El estado de sufrimiento nos hace escuchar ese sí, porque el que sufre es el que lucha por la vida a toda costa, el que la elige en cada instante de su propio y hondo sufrimiento” (Fernando Bárcena, ‘La esfinge muda’). 

Fuente; PREFERIRÍA NO HACERLO . AUDIO 31 DE MAYO FM LA TRIBU