Heracles supo, entre la desesperación y el aborrecimiento, que de la locura no se regresa impune. Que los excesos desmedidos causan la ira de los dioses y que no se puede aterrorizar al mundo con guerras y masacres sin pagar las consecuencias. Heracles, se sabe, es el nombre de un héroe popular que, entre otras percepciones, encarna el mito de la travesía por la frontera entre la cordura y la locura. Siendo cuerdo abusó de despotismo y fue enloquecido por Hera; al recuperar su cordura, no quiso permanecer con nadie para no tentarse de poder y se sumergió en una absoluta oscuridad. Un poco después fue condenado a la más pura de las ambigüedades: la inmortalidad junto con la servidumbre. La amistad de algunos y el decorrer del tiempo lograron consolarle. Heracles, tal vez desde niño, deambuló riesgosamente entre la demasiada cordura y la demasiada locura .
Es sabido que en los mitos griegos los dioses eran impacientes y que repetidamente gustaban de enloquecer a quienes los desobedecieran. Y queda latente la presunción generalizada, aunque poco auspiciosa, que aún hoy estamos divinamente expuestos a ello. En verdad, estamos a un instante, a un segundo, a un paso, a un milímetro o bien a una palabra de ser definidos como rozando el límite de la cordura, es decir, sin más: al borde de la locura.
El límite es exactamente ése: una frontera que se cruza tan veloz e imperceptiblemente que nunca podría entenderse la distinción, vanamente enciclopédica, entre la locura y la cordura.
Pues en vez de pensar en la Vida y la Muerte, en Dios o en la Nada, en la Verdad o en la Mentira, en la Teoría y la Práxis, entre otras fétidas lógicas, siempre es mejor sostener la idea que el principio organizador de nuestras pasiones, de nuestros sentidos y sinsentidos, reposa en el hecho que no hay nada ni nadie que se constituya y habite lejos de la frontera entre la locura y la cordura. Lo indignante es que algunos, sólo algunos, puedan ser tildados de eso o de aquello, cuando en realidad todos somos y estamos en un tránsito inquieto, ora de un lado, ora de un otro, la mayoría de las veces confundidos y sin una pizca de referencia.
Si hay una lucha que trabar, si hay una verdadera disputa política, filosófica y poética entre los hombres, esa cuestión es la de la locura y la cordura. Pues si hay vida humana en otros planetas, si el neoliberalismo nos ha dejado sin nada, si las mujeres son un misterio irresoluto, si todo hombre es un potencial canalla, si el calentamiento del planeta puede resolverse, si hay Dios, Dioses, o esclavos sometidos a la idea de Dios y de Dioses, si la astrología es una ciencia o una impaciencia, si hay una ética universal o particular, si otro mundo es posible, si los conceptos han muerto o están a la espera de un mejor orador, todo, absolutamente todo, depende de ese primer principio organizador.
Muchos ya han tocado la cordura y la locura con sus propias manos. Y demás está decir que una cosa es la locura –la atribución de un estado de naturaleza a veces romántica, otras veces trágica- y otra totalmente distinta es la desoladora indisposición de quien la padece.
Cometer actos de locura, volvernos locos por algo o por alguien, hacer una locura en el sentido de travesura, el niño que enloquece a su maestra, la maestra que enloquece a su alumno, enloquecerse por una música, una lectura, etc., nada tienen que ver con la alienación o con la enajenación o con el desamparo. Nietzsche acabó demente siendo poeta y por la poesía; Hölderlin permaneció loco demasiado tiempo preso de una inagotable obsesión por la escritura divina . Los ejemplos abundan y habrá que distinguir, en todos los casos, una descripción hecha desde fuera de la insanía de Nietzsche o de Hölderlin, con el padecimiento, con el sufrimiento en el cuerpo mismo de Nietzsche o de Hölderlin.
Habría que estar muy atentos, en todo caso, al lugar que nos cabe en relación a los demasiado cuerdos. Aquellos que acatan y ejecutan sin más las más absurdas normas y leyes. Aquellos que miran todo con reluctancia y recelo. Aquellos que se protegen todo el tiempo, inclusive, de insignificantes desórdenes. Aquellos que se ofenden con el libre albedrío. Aquellos que juzgan desde la sombra de sus párpados y se ofenden con los juegos, las danzas, las piruetas, las metáforas y las conversaciones desafinadas.
La exageración de la cordura ha cometido crímenes de lesa humanidad. Aunque los demasiado cuerdos se muestren pulcros y prolijos, más temprano o más tarde, se descubre su infausta estirpe. Y no sería razonable tildarlos de demasiado locos, de demasiado insanos. Porque los demasiado locos están en otro sitio. Y sólo desean reconciliarse con dioses que no existen.
LOCURA (1):
(De loco). Privación del juicio o del uso de la razón. Acción inconsiderada o gran desacierto. Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa. Exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún afecto u otro incentivo.
LOCURA (2):
(...) Si pudieseis mirar desde la luna, el oleaje enorme del género humano, supondríais estar viendo un enjambre de moscardones y mosquitos, peleando entre sí, luchando, tendiéndose lazos, robándose, mofándose unos de otros, y, en fin, naciendo, enfermando y muriendo incesantemente. Nadie podría imaginar los trastornos y las desdichas de que es capaz un animalillo tan pintoresco y vil y de vida tan efímera como es el hombre. En un combate, o bajo el azote de una peste, se aniquilan y desaparecen en breve lapso millares de personas", (Erasmo de Rotterdam, ‘Elogio de la locura’).
LOCURA (3):
“Los filósofos pobres son filósofos dos veces y si son filósofos dos veces y pobres una vez, entonces son filósofos tres veces y pobres ninguna. Porque la filosofía es ver lo que existe en lo que no existe y al lado de la filosofía calma de los conceptos existen las perturbaciones visuales que se balancean entre la mezquina miopía y las alucinaciones intrigantes. Ver en medio de lo invisible una cosa es ser filósofo o alucinado. Si después de ver, el hombre habla calmo es filósofo. Si después de ver, el hombre habla sobresaltado, es loco” (Gonçalo Tavares, ‘Biblioteca’).
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